Los musulmanes
de la República Centroafricana se han convertido en parias desde que, en
diciembre pasado, el desordenado y fetichista grupo de autodefensa de los antibalaka
(antimachete, una referencia a los rituales secretos que los hace creer inmunes
a cualquier arma), entró en la capital, Bangui, y “liberó” la ciudad del
control de los rebeldes Séléka, instalados en el poder tras apoyar el golpe de
Estado de Michel Djotodia, en marzo de 2013. Más allá de defenderse, las
desbocadas antibalaka, formadas por cristianos y animistas, decidieron que toda
la comunidad musulmana había sido cómplice de los Séléka e iniciaron una atroz
cruzada de venganza.
Los linchamientos, asesinatos, amputaciones y hasta actos de canibalismo han llevado a miles de musulmanes a huir del suroeste del país, la zona donde los antibalaka imponen su ley, y a reunirse en el noroeste, que sigue bajo la batuta militar de los Séléka –ahora rebautizados Fuerzas Republicanas-. El fantasma del genocidio ha visitado ya miles de hogares, el país está dividido de facto. Los ecos de Ruanda resuenan en cada golpe de machete. Los relatos apuntan a miles de víctimas. El derramamiento de sangre continúa.
En una base militar en Bangui, capital de la República Centroafricana, las fuerzas de paz extranjeras desbloquearon una serie de contenedores que almacenaban un arsenal letal. Las armas que aparecen aquí son una pequeña muestra de las incautadas a las milicias rivales que han arrastrado al país a un baño de sangre étnico y sectario. Cuchillos, hachas y machetes, utensilios domésticos y aperos agrícolas se convirtieron en armas de guerra. Todo tipo de armas sirve: arcos y flechas hechas a mano, antiguos rifles de caza , granadas y lanzacohetes.
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