miércoles, 14 de noviembre de 2012

Afganistán, las cárceles de mujeres




Sonia Naudy comenzó su investigación sobre la difícil situación de las mujeres en las prisiones afganas en 2010. Philip Poupin



Sonia Naudy, antropóloga, que ha realizado estudios sobre los establecimientos penitenciarios para mujeres en Brasil y Tailandia, ha presentado en exclusiva en  el festival Photoreporter de Saint Brieuc, un reportaje fotográfico  sobre las cárceles para mujeres en Afganistán, que nos permite ver una realidad desconocida. “Este trabajo fotográfico es ante todo un encuentro. Un encuentro con mujeres de carácter, mujeres con un coraje inmenso, mujeres rebeldes, las heroínas de nuestro tiempo que luchan para  sobrevivir ".




 Duniya, de 31 años, está en la cárcel con sus seis hijos desde hace cinco meses. Acusada de asesinato, fue condenada a diez años. En la cárcel de mujeres de Bobom Bor en Kabul, intenta en vano protestar por su inocencia pidiendo la reapertura del proceso. Su difunto marido era un alto funcionario del Ministerio de Defensa, que fue asesinado cuando salía de su oficina, lejos de su casa, donde estaba su esposa. Después de varias semanas de investigación, la policía no pudo encontrar a los culpables, por lo que fue acusada de asesinar a su marido.



"El tráfico de drogas, el asesinato, el terrorismo, el secuestro de niños, la desobediencia política son algunos de los delitos que llevan a las mujeres afganas a la cárcel. Pero principalmente son  condenas por los llamados  ‘delitos morales’. Algunas de estas mujeres son realmente culpables, pero muchas de ellas son inocentes. El ‘crimen moral’ es un concepto jurídico bastante vago, que puede incluir muchos crímenes: desde el adulterio hasta el mal carácter, el consumo de alcohol o bailar delante de los hombres. Sin embargo, es el "crimen moral" el más  generalizado para aplicarlo cuando la mujer huye del hogar paterno o conyugal. En un país donde se practica el matrimonio arreglado, muchas jóvenes escapan para  evitarlo o para huir de sus maridos.




 Najiya, de 24 años, está acusada de insubordinación y de violencia. Está encarcelada en el centro de detención de la policía de Kabul desde hace dos meses. Su proceso es muy lento porque se niega a pagar al juez. Ella es abogada de la Delegación gubernamental contra la violencia a las mujeres y conoce muy bien la corrupción que afecta a la justicia de su país. Todo se vino abajo el día en que un camarero la violentó con palabras y tocamientos. Ella se defendió con patadas. La policía intervino y la criticó por no ser sumisa, ella se irritó otra vez  y golpeó a la policía también. "No me arrepiento. Voy a empezar a golpear a los hombres que me hablen mal. Tengo derechos, deben respetarlos ".



“Un vecino entrometido, una esposa celosa, un padre deshonrado, son motivos suficientes para una denuncia y detención. Una vez detenida, es conducida a la comisaría para un interrogatorio y, luego, puesta bajo custodia. Este es el comienzo de un largo combate con las justicia afgana: abogado, audiencias, cohecho, vuelta a la cárcel y audiencias de nuevo. La custodia puede durar meses si el Tribunal no llega a pronunciarse sobre el caso. Si hay sentencia condenatoria, es conducida a la cárcel para cumplir su condena.




 Jamila, en primer plano, no sabe su edad: "15 o 20 años". Ella está en la cárcel por libertinaje, un crimen moral en Afganistán. Procede de una familia humilde, es analfabeta, ya que no fue a la escuela. Durante el juicio, tuvo que firmar un papel en el que decía  por cuánto tiempo era condenada,  pero no sabe leer. Jamila posa sin velo y con un cigarrillo en la mano al lado de una de sus compañeras en la prisión de mujeres de Mazar-e-Sharif.



“El universo en la prisión afgana es paradójico. Las presas tienen cierta libertad, la mayoría no lleva el velo, fuma cigarrillos, usa maquillaje... Este es el Afganistán como si no hubiera ninguna prohibición para las mujeres. Tienen acceso a clases de alfabetización, inglés o informática, propuestas por las organizaciones no gubernamentales afganas y financiadas con fondos extranjeros. Esto da la ilusión de un soporte ideal basado en un modelo occidental. Pero la realidad del confinamiento es otra: La privación de  libertad, la promiscuidad, la enfermedad, la separación de los seres queridos, el miedo al futuro. De hecho, la mayoría de las mujeres encarceladas han traído la desgracia a sus padres o a sus maridos y, por ello, una vez fuera de la cárcel es, en muchos casos, el comienzo de otra pesadilla. Condenadas a vivir ocultas, no tienen otra opción que vivir en casas protegidas por alguna ONG, para no sufrir la terrible venganza mortal de la familia o el marido y poder lavar de esta manera su ‘vergüenza’.




 Farida, a la izquierda, de 20 años, fue encarcelada por haber sido violada. El gobierno no sabe qué hacer con ella: si regresa con su familia, la pueden matar. Detrás de ella, Sofía, de 19 años, con su bebé nacido en la cárcel, fue condenada a 18 meses de prisión por huir del domicilio conyugal, un crimen moral en Afganistán. Están en la cárcel de mujeres de Bobom Bor en Kabul.



“Todas las mujeres que aceptaron ser fotografiadas desafiaron todos los tabúes aún a costa de poner en  peligro sus vidas. Su situación ya es de por sí  difícil, pero, además, de ser fotografiadas en su cotidianidad en la prisión,  sin velo, maquilladas y, sobre todo, fumando, es un acto de coraje  y de rebeldía. Todas me dijeron que querían que mostrara estas imágenes a Occidente para que la gente sepa lo que está pasando con las mujeres afganas. La injusticia de la que son víctimas, la corrupción del sistema judicial afgano y, simplemente, su condición de mujeres que ha mejorado desde la caída de los talibanes”.




Estas mujeres están en libertad. De momento viven escondidas en una casa. Tras cumplir la condena, son rechazadas por sus familias y están a menudo en peligro de muerte. Sin un lugar a donde ir, las ONG les  ofrecen alojamiento, además de orientación psicológica y formación profesional. Ahora están condenadas a la clandestinidad y cuando salen siempre lo hacen con el burka.





                 Le Figaro





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